jueves, 24 de agosto de 2017

Sueños de una noche de verano


Descubro en pleno y flameante estío que la novela que estoy leyendo - El hechizo, de Alan Hollinghurst - guarda un parecido razonable con El sueño de una noche de verano, de William Shakespeare.
Hollinghurst, titán de la novela contemporánea, cuya popularidad sería mayor si sus novelas no estuvieran protagonizadas por hombres homosexuales, es un escritor de influencias, asumidas sin complejos, por lo que no es raro tropezar con referencia debida en sus magníficas, durísimas historias.



En El hechizo, llegó el aroma conocido: parejas que se forman por la aleatoriedad y se deforman ante la luz de la realidad. No falta un bucólico escenario donde se desarrolla parte de la acción. 
El propio título llama al trabajo de Puck, el elfo que, en la obra original del Bardo, lanza sus embrujos caprichosos, con margen de error, sobre los mortales, que se persiguen unos a otros en patética busca. Lo declama el dramaturgo: el curso del amor nunca fue fácil.
Como lo mejor del Bardo, los teatros del mundo aún reciben sus líneas y existen versiones para todos los gustos, decididas a jugar con sus lecturas, incluidas las que han detectado homoerotismo en más de un instante.


Desde que viera la luz en alguna imprecisa fecha de los últimos años del siglo XVI, la huella de El sueño de una noche de verano en el arte ha sido enorme.
La poderosa imagen de Titania, despertada del sueño y, por mor de un hechizo humillante, enamorada de un hombre con cabeza de asno, desató inspiración pictórica. Acaso hubo metáfora más sencilla sobre el amor, o eso que nos lleva a besar y adorar lo más horrible.


La obra, ambientada en una Atenas mítica, huye con intención hacia un bosque, allá donde vive lo imprevisto y lo engañoso. Su ambientación, somnolienta y pastoril, persigue ese sueño despertado a otro sueño, donde todo es posible e improbable al mismo tiempo. También con intención, su último acto escenifica una obra de amor trágico - teatro dentro del teatro -, donde la ilusión y lo verdadero se pregonan indiscernibles.
Dicen que El sueño de una noche de verano habla del lado oscuro del amor, de la pérdida de la individualidad a través de la transformación que implica, pero también de nuestro frecuente divorcio de la realidad. Es una obra escapista que versa sobre nuestra urgencia de escapismo.


Felix Mendelhsonn le escribió obertura y piezas de acompañamiento para sus representaciones a lo largo del siglo XIX y el cine ha preferido contarla con similares acordes. 
Las dos versiones fílmicas más conocidas, por fieles, presupuestadas y all-star, no son, de lejos, las más estimulantes.


El sueño de una noche de verano de 1935, dirigida por Max Reinhardt y William Dieterle, es una de esas producciones donde el esfuerzo hollywoodiense por conseguir una atmósfera particular está muy por encima del resultado final. Mención aparte a los clamorosos miscastings, nada nuevo en las coordenadas del cine norteamericano, incluso cuando se viste de alta cultura.
La adaptación de Michael Hoffmann, estrenada en 1999, sufre del mismo problema: la sobreabundancia de actores conocidos, la irregular lectura de las líneas, el dudoso gusto del diseño de producción. No hay sueño, sólo intenciones de seducir con lujo inmediato.


Las más interesantes miradas a la historia de los amantes a la carrera, seducidos y espantados por sus sentimientos, no contienen ni un sólo verso de la obra original. Más que adaptaciones con urgencia de veneración, llámelas irradiaciones. 
En 1955, Ingmar Bergman estrenaba Sonrisas de una noche de verano, una rara aventura en la comedia del maestro de la tristeza. Aún así, hay amargura bergmaniana en las peripecias de aquellos que se aman y se repelen. 


Confesar el amor en Sonrisas de una noche de verano se acompaña de naúsea; sus personajes sufren el más agonizante de los hechizos. Aqui uno de sus diálogos:

- El amor debe ser hermoso.

- El amor es horrible. No sabes cómo soportarlo.

Entre la mascarada y la parodia, fue esta una rara ocasión donde Bergman extrajo sentido del humor de la incapacidad de los seres humanos de relacionarse sin dañarse, bajo uno de los guiones más incisivos y elegantes jamás escritos para la pantalla.


Woody Allen, autodeclarado hijo putativo de Bergman, hizo su particular versión de esta irradiación y la remató con la música de Mendelhsonn para que no quedara ningún equívoco. 
La comedia sexual de una noche de verano abunda en similar temática; no es una de las mejores obras de Allen y, de hecho, fue un clamoroso fracaso en su día, pero descubria a un director inquieto por aventurarse en bosques novedosos.


Retrocedamos a los años cincuenta.
Entre la fidelidad y la libertad, alcanzo la que considero la más deslumbrante adaptación cinematográfica del sueño shakespeariano, quizá sólo por nostalgia.
De hecho, mi primer contacto con El sueño de una noche de verano sucedió una madrugada, a los trece años, cuando La 2 de Televisión Española se encontraba emitiendo un ciclo del animador checo Jiri Trnka. Sí, qué buenos tiempos.
La película me dejó una impresión considerable y corrí a buscar la obra de Shakespeare en la biblioteca.


Las marionetas de Jiri Trnka protagonizaron en 1959 esta mirada al verano insomne como una especie de original ballet. Las palabras justas, los pasajes ininteligibles. 
El sueño de una noche de verano, de Jiri Trnka, es enigmática y extraña, con colores que cambian y muñecos de mirada expresiva que fulminan al espectador, mientras lo seducen. 
La delicadeza que conseguía Trnka con sus muñecos es superior a la de muchos directores con sus actores de carne y hueso, y este film, auténtico tour-de-force, es un ejemplo impactante.
La iluminación, la superposición de las imágenes, el pausado movimiento, la irrupción de la música, el inquietante sonido; un sueño verdaderamente surreal.


Resulta tan irónico como preciso que el cuarteto de jóvenes enamorados sean reproducidos por Trnka en unos muñequitos torpes, que corretean y se tropiezan en medio del encantado bosque ateniense. Ingenuos y fútiles, en pos unos de otros, confundidos entre los hechizos.


Así lo cuenta Trnka, Bergman y Allen y así lo contó Shakespeare: el llamado sublime sentimiento nace imprevisto y exigente, se nutre de nuestra sed de sueño y despertará, tarde o temprano, fuerte o vano, bajo el veredicto de la implacable conciencia.