Cada vez que contemplo una película de catástrofes, de cualquier época, me pregunto por qué sus responsables renuncian a crear unos personajes interesantes y un drama a la altura, reducido todo a caricatura, cliché y diálogos chirriantes de puro ridículo. ¿Acaso no es posible un esfuerzo? ¿Tanto tiempo les ocupan los efectos de sonido? ¿Dónde está el guionista?
Tras meditarlo, he llegado a la conclusión: en un drama con carne, la catástrofe es incongruente. Sería como un castigo repentino que les sucede a los personajes sin mayor causa que la divina.
En las películas de catástrofe, el drama entorpece, es innecesario, molesta. La catástrofe es el drama; tiene su propia progresión, su propio suspense. Lo demás es un aderezo, para que el espectador no se pierda. Que sus actores sean estrellas es parte de la estrategia. Ya los conoces, no hay necesidad de desarrollar sus personajes, con ellos te embarcas desde el primer momento porque los adoras de antemano.
El encanto por el desastre, que ha dado luz a muchos lucrativos negocios fílmicos, no pertenece a la era de El coloso en llamas, aunque es cierto que, durante la década de los setenta, las reconocibles all-star disaster films se hicieron moda y seña.
El coloso en llamas, fácilmente la mejor del ciclo, fue también de las más taquilleras y, de hecho, se alzó como la más vista en 1974.
No fue la primera vez ni la última. En 1936, el número 1 en recaudación se llamó San Francisco, que recreó el famoso terremoto que asoló la ciudad, y en 1997, el mundo se volvió por Titanic, meticulosa ilustración del hundimiento del transatlántico.
La estrategia es doble; por un lado, se imprimen las historias humanas, tan delgadas y básicas que impacientan a los críticos, pero capturan la atención del gran público, mientras la acción se dispone para el escalofriante instante en que la película se vuelve una experiencia galvanizante.
En el año de El coloso en llamas, se estrenaron otros dos títulos de catástrofe similares: Terremoto y Aeropuerto 1975, que también alcanzaron saneadas cifras de recaudación.
Sus ocurrencias y descacharrantes diálogos - el desastre es el guionista - las hicieron tan parodiables como velozmente envejecidas. Son puro camp y también la evidencia de un Hollywood sin ideas, exanguinado, con celéberrimos actores que conocieron pastos más verdes, listos ahora para cobrar el cheque.
El aroma a negocio de las películas con efectos especiales sobre cualquier atisbo de sinceridad destierran tradicionalmente a estas disaster movies de análisis serios y se subestima el primitivo poder fílmico que tienen.
Desde los albores del invento, mantener la respiración para que alguien salve del inminente descalabro descubrió el gusto de la audiencia por el suspense. Con el tiempo, que no se salve, que caiga, que muera, se volvería el supremo encanto.
El coloso en llamas es el mejor ejemplo, porque, si tiene los excesos y deficiencias de su pelaje, también conserva una capacidad rapturosa que resiste al paso del tiempo. Es lo que cualquiera llamaría una película espectacular y yo añadiría que hasta estéticamente muy hermosa.
Ese edificio en llamas, esos ventanales del último piso, esa Faye Dunaway vestida como una diosa en el ascensor; el deluxe setentero en su máxima expresión.
Lo más sorprendente de El coloso en llamas es, sin duda, la presencia de Paul Newman, que reconocemos por aventuras cinematográficas de muchísima mayor enjundia. Se disculparía toda la vida de caer en esta ocasión por el dinero y también por firmar por otra con Irwin Allen, la terrible When Time Ran Out, uno de los títulos finales del ciclo.
La llegada de Steve McQueen aceleró la tensión y se vivió una rivalidad al estilo ¿Qué fue de Baby Jane? entre los dos actores, cuyos nombres aparecen en créditos de la creativa manera necesaria para que uno y otro se sintiesen primero y por encima.
McQueen demandó las mismas líneas de diálogo que Newman y terminó por hacerse con el papel del inevitable héroe de estas historietas; el que, en el momento preciso, se salta el protocolo, desobedece y va por libre para salvar la situación.
Pese a lo raquítico de su argumento, El coloso en llamas estaba basada, no en una, sino en dos novelas, que habían sido compradas por sendas majors. Para evitar la competencia, por primera y no última vez, unieron fuerzas.
La Warner y la Fox, en su plena reconversión a emporios corporativos, desplegaron la película all money can buy que su amnesia de más exquisitos tiempos demandaba. En su proverbial hipocresía, se asegura que El coloso en llamas es un homenaje al cuerpo de bomberos.
Para abundar en el descaro de intenciones comerciales y sus oportunos disfraces de prestigio, El coloso en llamas estuvo nominada al Oscar como mejor película y se puede apreciar, cuando se lee el sobre al mejor actor de reparto, que Fred Astaire tenía esperanzas de ganar.
Las reposiciones televisivas de esta y otras entregas disaster insistieron siempre en su calidad de evento.
"Una chispa de fuego se convierte en una noche de flameante terror", reza su tagline. Pero El coloso en llamas, como los más desmesurados excesos comerciales de Hollywood, ha suscitado más risita y cinismo que veneración.
En cualquier caso, es un clásico, pero otro tipo de clásico, de una división más profana.
Si ya sabemos que el público es un gran masoquista - el año anterior se había estrenado, con enorme éxito, El exorcista -, entendamos cuál es el atractivo de esta película, más allá de los efectos especiales.
Los albores del cine coincidieron con la época donde la gran ciudad y la tecnología ya habían tomado las riendas del futuro. Como contradicción, la última mitad del siglo XIX y primera mitad del XX presenciaron terremotos e incendios que asolaron urbes enteras y expresaron la pernición de vivir en lugares congestionados y sublevados a la especulación.
En sus recreaciones, tanto literarias como cinematográficas, siempre ha prevalecido cierta mirada bíblica a estos sucesos.
En El coloso en llamas, el rascacielos es un momumento a la vanidad humana y su íntima relación con la ineptitud. Es un pollón bien grande, que, a la hora de la verdad, no sirve para nada. Como la película misma, añadirían muchos, señalando la ironía.
En la destrucción integral, hay una máxima: la muerte es tan aleatoria como en la realidad; por lo tanto, es sorprendente. El personaje de Jennifer Jones se salva en muchas ocasiones y, de repente, se resbala y adiós.
Lo peor se lo lleva el pueblo, dicen estos dramas para conectar con la sensibilidad de la audiencia. Los inocentes son los que sufren por la codicia de los poderosos que han construido mal semejante ratonera.
En la justicia poética propia del cine, los malvados también caerán. En la hipocresía del cine de acción norteamericano, la muerte es eso: una caída, una baja. Es absolutamente antirrealista, las agonías suceden en off y si las vemos, la sangre se controla, el dolor se estiliza y el personaje puede pronunciar unas significativas palabras antes de estirar la pata.
La ilustración de la muerte ha podido conocer más detalle gráfico desde El coloso en llamas, pero su frivolidad es similar; sólo sirve para crear un shock y que la película se siga moviendo, con energía.
Lo que gobierna no es la vida ni la muerte, sino la maquinaria, la ingeniería, el contrarreloj.
Además de la visión de la tragedia, está la necesidad misma de recrearla.
La necesidad tan norteamericana de melodramatizar tragedias inapelables es una curiosa forma de luto, como una viuda siciliana mesándose los cabellos. En el momento más cruento de El coloso en llamas, una mujer prefiere saltar al vacío que quemarse viva, eso que nos recordaría el colapso, décadas después, del World Trade Center.
El coloso en llamas insiste en lo evitable de la tragedia vivida.
Construir rascacielos está bien, pero el error está en el fraude: se ahorraron costes y no se consultó a los expertos. Hay alguien a quien culpar, dice la historia como alivio. El capitalismo funciona, pero debe ejercerse humanamente, proclama Hollywood por enésima vez. Y la película así misma se lo dice, a ver si alguien se lo cree: soy grande y arrogante, sí, pero tengo mi corazoncito.
Las películas viven por encima de su espíritu y su dudoso gusto y El coloso en llamas es justo lo que entrega: una noche de flameante suspense.
A diferencia de otras disaster del período, donde la sed de epatar es tan eterna que el espectador acaba alienado, la construcción de esta velada en el Averno es impecable y su progresión, minuciosa.
Es una avanzadilla de los mejores clímax ideados por James Cameron, donde se observa el reloj en la mano del director, convertido en un especialista.
Funcionan todas las ideas locas de El coloso en llamas: su delicioso y constante juego con el vértigo, su ilustración de la estúpida impaciencia de la masa cuando quiere salir de un recinto en peligro o su acuática solución que, no por casualidad, viene de arriba, cual Dios enviando el Diluvio en forma de bidones de agua, que explotan y lavan al coloso de su flameante erección.
La torre de Babel, ajusticiada.
Será por el schadenfreude - el placer de ver a otros sufrir - o por lo contrario - el alivio de contemplar a los bellos salvarse -, El coloso en llamas suscita a la perfección nuestra compleja relación con el abismo y la destrucción.
Esa manera de alelarse cuando cualquier cosa o vida se rompe o ese chispazo de atracción hacia la fosa que sentimos cuando nos acercamos demasiado al borde. Debemos tener la cita con el Infierno impresa en el genoma.